martes, 10 de febrero de 2015

ATRAPAR EL JILGUERO

Amanece. Ernestina, después de haber mirado el cielo tratando de descifrar en la luz el tono del día, sale a ver sus plantas y su quinta. Este año los zapallos y las acelgas prometen, pero habrá que poner mucha atención a los tomates.
Es menuda, ya mayor, la carne se hunde entre los tendones de sus manos y anda tan volátil con sus piernas ligeras como un gorrión carreteando antes de tomar vuelo. Hace unos días que no se siente muy bien; a veces le parece que se le traba algún músculo cuando corrige los tutores de las plantas o se agacha a sacar yuyos; otras, aparece una angustia que se reprocha. Hoy tiene miles de suspiros atascados en el pecho.
─Habría que podar el limonero ─ piensa, pero esa ya no puede ser su tarea. Un poco más de agua a los paraísos y las retamas.
 Vuelve a casa a prepararse unos mates pensando en Silvia, su hija. Seguramente llamará en un rato. Está en esa edad en la que se va por la vida como por una cinta transportadora infinita que no nos deja mirar ni a derecha ni a izquierda, tampoco salir de ella hasta llegar al fin de una jornada de obligaciones.
Silvia se preocupa por ella, pero no sabe hallar el tiempo para recorrer los cien kilómetros de autopista que las separan y quedarse dos días.
Ernestina, claro, se preocupa por Silvia. ¿Tendrá algún amor, pensará en tener hijos, cómo serán sus amigos? Esas cosas de las madres.  No sabe cómo lograr que  venga a verla sin que su pedido suene a exigencia, reproche o alarma. Suspira.
Destapa la jaula del  jilguero que en seguida empieza a cantar. Se lo regaló Antonio, su marido, poco antes de morir. –Te alegrará y te hará compañía ─ le dijo.  Y así fue.
─Buenos días, Caruso ─  lo saluda. ─Hoy será un día  para poner tu jaula afuera, pero antes hay que limpiarla.
─Pensar que casi te pongo Pavarotti,  tan chiquito ─ ,  ríe. Abre la jaula y saca el recipiente para el agua.
Suena la campanilla del teléfono.
─Silvia, hijita, ¿cómo estás?
─Bien  viejita linda, ¿y vos?
─ Con un tiempo precioso. ¿No te animás a venir el fin de semana? Compré la carne que te gusta.
─Mamá, sabés  que no puedo. Estoy en la peor época de  trabajo.
─¡Caruso, Caruso se ha escapado de la jaula!
-Andá. Te llamo a la tarde.
Ernestina desespera. Descuelga la jaula y sale desalada mirando a derecha e izquierda, a los cielos y al pasto.
─ Caruso no me dejes─, dice entre sollozos sin saber hacia dónde correr.
Respira hondo. ¿Dónde buscar un pajarito? En el jardín ya no está.
Sale a la calle. La jaula se sacude en su mano mientras ella sigue corriendo como puede, llamando a su Caruso.  Llega a la plaza del pueblo, mira entre las ramas de los árboles, huele el aire como una loca.
En un banco está don José, un viejo jubilado que hace de guardián honorario de la plaza  para ocupar su tiempo. Don José toma sol con el  sombrero a su lado. Ernestina se sienta a llorar sus desdichas. Don José señala el sombrero. Ella no quiere entender tan rápido. Necesita llorar un poco.
─ Vamos doña, no llore. Su jilguerito está bajo el sombrero.  Se acercó tan confiado que en seguida lo atrapé. A ver, ponga la jaula así, ¿ve? La puertita abierta, y ahora…
El jilguero entra a la jaula como si nada hubiera pasado. Pica el alpiste y vuelve a cantar.
Ernestina no sabe cómo agradecer.
─ Venga a almorzar conmigo─, invita.
─ Vamos.
Cocina la carne comprada para Silvia, y destapa un vino de los que guardaba Antonio. Comen, hablan de lo que los acerca por generación. Los achaques, los recuerdos de infancia, los sucesos y sufrimientos de su época. Se hace el momento de silencio que siempre llega. Ernestina está a punto de preguntar. En el último instante se da cuenta de su propia trampa. Preguntaría para poder hablar de Silvia. No es justo. Sería volver a pesar sobre don José y hoy se trata de agradecer y escuchar. Al cabo, el día ha sido sólo de ellos.  Tarde ya, don José se marcha. Ahora está tan, tan cansada. 
Al caer el sol,  va a tapar nuevamente la jaula cuando Silvia vuelve a llamar.
─ Y… ¿lo recuperaste?
─Sí, hijita, sí. Don José, el guardián de la plaza lo encontró.  Lo traje a almorzar. Comimos  y conversamos  mucho y ahora ya estamos por ir a dormir.
─ ¿Quiénes estamos? ¿Te volviste loca? Salgo para allá. Esperame despierta.
Silvia no da tiempo a nada.
Ernestina se acomoda en su hamaca, mira al jilguero pero habla para sí:
─ ¡Mirá por dónde un plural mal comprendido ha servido de sombrero!
Cierra los ojos. Sonríe.


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