jueves, 14 de enero de 2016

EL ÚLTIMO BESO

Se va el sol. En la tienda-escuela  los chicos ordenan y guardan los pocos elementos con los que contamos, y yo voy llevando desperdicios a los basureros. Me cuesta. Tengo que apoyarme en una muleta. Mi pierna derecha, algo encogida, parece siempre a punto de dar un paso que queda inconcluso;  así como  fue  para todos nosotros llegar al campo. Ahora,  estamos  congelados antes del siguiente. Nadie sabe con precisión cuándo podrá continuar el movimiento hacia un futuro.
Llevo mucho tiempo en el hospital. En plena huida estalló un explosivo. A mi lado cayeron varios. No es el ruido lo que más me sobresalta; de pronto, en el suelo hay un cuerpo inerte en un charco de sangre, y en el aire  algo que no sé llamar más que como un hueco habitado por una esencia. Nunca volveré a ser el mismo, pero tuve suerte.
Ahora, al menos puedo salir durante el día  a enseñar a los mayores y  entretener a los más pequeños.  La gran diferencia entre ellos se nota en la mirada. En los mayores,  junto a la tristeza leo una pregunta que no formulan y que los adultos no sabríamos responder. En cambio, los otros cantan las tablas de multiplicar, leen, escriben y pintan, preguntan hasta el infinito. Busco que rían todo lo posible. Me emociona ver lo poco que necesitan para sentirse vivos. Es su día, su sol, su juego. La preocupación por el futuro para ellos no existe. 
Ahmed y Yamila tienen una relación especial. Andarán por los cinco años y se los ve siempre juntos. Juegan,  ensucian, intercambian sus ojotas de plástico, saltan a la cuerda. Si juegan a las escondidas no lo hacen uno de otro, sino otra vez juntos. Un escarabajo, una hormiga, pueden ser objeto de observación durante horas. De a ratos  Ahmed toma los broches de pelo de Yamila, un moñito, una mariposa y va cambiándolos de lugar en la cabeza de su amiga. Yamila es pura alegría, baile, movimiento.  Me encanta observarlos.
En un rato llegarán los que pueden salir a trabajar a poblaciones cercanas. A veces traen algo más de comida para compartir, cigarrillos y sobre todo, noticias de nuestra tierra. Es una  ventaja. Otra, es que estamos muy cerca de la frontera y, si quisiéramos, podríamos arriesgar volver;  aunque se trate de una ilusión.
Muchos, entre ellos Halim padre de Ahmed, persiguen legalizaciones y papeles para instalarse en Europa. Otros, esperan la visa de algún país sudamericano, pero los parientes que los apoyan y los llaman no son gente de mucho dinero y las influencias cuestan.
Por lo demás, estamos muy solos. Desgajados del mundo, sin poder actuar, necesitamos pelear, gritar, conmovernos oyendo historias donde descargar toda clase de emociones para seguir sintiéndonos hombres entre los hombres.

Van encendiéndose las luces. Una luna apenas creciente se curva sobre el primer azul de la noche. Sin saber por qué pienso en la mirada maravillada de mi padre la primera vez que me mostró el lucero del alba apareciendo sobre la copa de la luna creciente.
 Varias mujeres  vienen en busca de sus hijos. Es hora de la comida diaria y luego el toque de queda. Por el oeste veo llegar a Halim. Trae un paso distinto; no diría entusiasmo, sí una nueva decisión. Yo tendría que empezar a caminar hacia el hospital pero quiero saber qué trae. Antes de poder hablar con él, lo veo acercarse a Ahmed, tomarlo en brazos y  hablarle en voz baja  con mucho cuidado.  Alcanzo a oír «mañana temprano, un camión a la otra frontera». La carita de Ahmed se separa un poco de la de su padre para mirarlo a los ojos. Entonces pregunta: « ¿Yamila puede ir con nosotros? Le presto mi manta.» Veo la cabeza de Halim negando.
Más allá, hacia el otro lado del campo, Yamila va saltando y bailando de la mano de su madre.
Ahmed se suelta de los brazos de su padre. Corre hacia Yamila sin llamarla. La alcanza. Con la delicadeza y la ternura que sólo un niño puede transmitir, apoya sus manos en las mejillas de  ella y  la besa. Luego vuelve corriendo a los brazos de su padre sin decir una palabra. Yamila tiembla pegada a su mamá.
Halim y yo  quietos,  mudos, miramos  casi sin poder respirar.
Ahora quiere caminar.  Da la mano a Halim.  Por fin, empiezan las lágrimas.
La voz le sale en un sollozo contenido cuando pregunta, «¿Papi, el amor va a ser triste para siempre?» Un profundo suspiro y su padre responde,  « No, Ahmed. Todos tus amores tendrán, por el dolor de éste, el reflejo de una luz como la de esa luna y los hará mejores.»
Ah,  finalmente el lucero del alba aparece en mi alma. Por puro agradecimiento abrazaría a Halim.  Ahora sí voy al hospital lo más rápido que puedo. Quiero llevar a mis compañeros el dolor y  la belleza del día.