domingo, 13 de diciembre de 2015

EL BOSQUE SILENCIOSO

                                             ...uno de los heresiarcas de Uqbar
                                       había declarado que los espejos y la cópula
                                       son abominables porque multiplican 
                                       el número de los hombres... 

                                                                                        J.L. Borges


Al noroeste de la ciudad de Barg-Hor, sobre la ladera de la montaña estaba el bosque de H´y- Reyein silencioso y frío. Los árboles eran en verdad  arbustos grandes, rojizos, de tronco helado. Nunca se oía el canto de un pájaro. Pocos eran los que se atrevían a adentrarse en él: bandidos, criminales o fugitivos de otros reinos que cruzaban las montañas y lo atravesaban en busca de cierto alivio para lo que pesaba en sus vidas.
Cuando los vientos del norte soplaban implacables en las noches de invierno, solía relatarse junto al fuego del hogar una historia ocurrida bajo el reinado severo y despiadado de Pal-Hur-Até. Entonces parecía que afuera entre el viento y los árboles, sucediera una y otra vez.

Riz, guardia  de la ciudad, pasaba las noches recorriendo las calles, vigilando riñas y borracheras y que ningún peligro acechara casas y vecinos.  Era curioso como todo el que debe vigilar. En noches tranquilas solía acercarse a la ventana de los grandes sabios que estudiaban las estrellas con enormes espejos, leyendo en ellos el destino de los hombres. No se atrevía a mostrarse y preguntar, pero le atraían las imágenes que sugerían las luces que iban reflejándose en ellos. Habría querido saber si conquistaria el amor que ansiaba, pero intuía  la sombra de algo incomprensible que se alejaba de él día a día  tal como él mismo se alejaba de H´y- Reyein, cegado como vivía tanto por su irremediable mendacidad como por su cobardía.

En Barg-Hor cualquier información proveniente de Riz era puesta en duda, al tiempo que provocaba la desazón generalizada de no saber por dónde empezar a buscar la verdad. Siempre quedaban  piezas sueltas   como trozos de imágenes reflejadas en espejos rotos. 

Vivía solo. Como en demasiadas historias de amor así en el teatro como en la vida, Riz amaba a Coybí que amaba a Sherá  que correspondía con ardor y poesía al amor de Coybí.  De modo que tal como los sabios de los espejos, Coybí y Sherá eran espiados con ansiedad así como envidiados al extremo por Riz, aunque  por  motivos muy diferentes. Muchas veces, escudriñando por la ventana de Coybí había visto sus cuerpos entregados al amor.  Pero lo que Riz  más odiaba era la mirada que Coybí  dedicaba a Sherá cuando éste cantaba para ella las canciones que componía con la ayuda de un instrumento de dos cuerdas parecido a un laúd primitivo.

Pal-Hur-Até destinaba las cortas noches de verano para permitir fiestas populares que celebraran su casi interminable reinado.

Una de esas noches mientras Sherá cantaba en la plaza, Coybí -conocida también como "la niña de los pies ligeros"-, se vestía para ir a bailar con él, y Riz  la espiaba. De pronto sintió la punta de un cuchillo en la espalda , y oyó una voz casi animal que murmuraba algo parecido a «carne». 

En un segundo vió todas las posibles revanchas sobre la felicidad ajena. Sabía que él, Riz, jamás tendría un hijo con Coybí, pero Sherá tampoco. Dio vía libre al fugitivo. Éste se abalanzó sobre Coybí  apenas salió de la casa. Cada intento de defensa de la muchacha, cada grito pidiendo ayuda era  una cuchillada. Tras la brutal violación, corrió en la dirección indicada por Riz, dejando el cuchillo en la calle.

Riz no se movió. Vio a Sherá volver en busca de Coybí, correr hacia ella, abrazarla y besarla hasta empaparse con su sangre mientras gritaba desgarrado. Tomó el cuchillo tratando de perseguir al criminal  hacia ninguna parte.

Cuando la gente empezó a llegar, Riz salió. Dijo que había visto pelearse a los amantes, que Sherá había sacado el cuchillo y que el resultado estaba a la vista. 
Pero Coybí respiraba aún. Sin muchas esperanzas la llevaron a la tienda del hechicero.
Entre tanto, la mayoría de las personas descreían de la versión de Riz. 
Sherá lo miraba entre el horror y el asombro y no podía hablar.
La indignación popular creció a tal punto que Pal-Hur-Até  decidió presidir él mismo el juicio. Por primera vez Riz atestiguó con una única versión que no modificó nunca. Sherá había perdido el habla. Las pruebas eran su camisa ensangrentada y el cuchillo. Finalmente el tribunal exigió a Riz un juramento  que comprometiera el cielo.
── Que nunca más pueda reconocerme en el espejo de los astros si esto es mentira, ──dijo Riz.

Sherá fue ahorcado en la plaza principal.

Coybí un día preguntó por  él.  Otro, se levantó y fue a buscarlo.

Los restos de Sherá pendían aún de la horca. Antes de suicidarse, Coybí habló.
Entonces Pal-Hur –Até ordenó colgar trozos de espejo en los troncos de los árboles del bosque silencioso, y abandonar en él a  Riz.

Durante mucho tiempo al pasar por el linde del bosque se oían sus gritos:
── ¿Cuál soy? ¿Quién soy?

Un día, el silencio volvió al bosque. Sólo el silencio.  

sábado, 14 de noviembre de 2015

EL LÁPIZ MÁGICO

Laura está entusiasmada, casi exultante. Tiene ya once cuentos atrapados en su ordenador, sólo falta uno que completará la serie.
Antes de  preparar el café con el que se acompaña en su trabajo, da una palmadita a la pantalla del ordenador y dice:
── Gracias, Otto.
¡Cómo para no agradecer! Piensa sonriente en lo que significó poder trabajar en silencio y aún escuchar música en lugar del ruido de las teclas de la máquina de escribir;  con un dedo borrar el error o lo indeseado, pero también poder conservar todas las versiones de un mismo texto. No más carbónicos, no más papeles correctores ni ensuciarse las manos para cambiar la cinta de tinta. Y no sólo guarda, diseña, corrige  siempre al  leve movimiento de un dedo, sino que permite obviar muchos libros de consulta abriendo ventanas y más ventanas al mundo globalizado. ¡Al fin se han cumplido sus fantasías infantiles!
Cuando era pequeña amaba los cuentos en los que los seres humanos hablaban con los animales, los duendes y las hadas. Algo que la inquietaba especialmente era la capacidad de brujas y hechiceros para lograr que sombreros, capas, calderos y varas obedecieran sus órdenes. Soñaba con el día en el que amaneciera diciendo:
 ── Pava al fuego, taza con su plato, cuchillo  al pan, manteca y mermelada a las rodajas, ──y así  hasta que una bandeja voladora le alcanzara el desayuno perfecto.  
Un suspiro de satisfacción, una taza de café humeante y vuelta al trabajo. Pero el ordenador  misteriosamente se niega. « Tal vez se cayó el sistema, —comienza a especular—  tal vez el antivirus es un guardia de seguridad que previene al punto de impedir; podría ser un corte de la electricidad, pero no, en el resto de la casa los aparatos eléctricos funcionan. Entonces ¿qué? Entonces ¿quién?»
Algo semejante a rabia, desencanto, temor a que sus ideas se escurran por un agujero negro la invade. Repara en que tras esas infinitas ventanas, la web tiene voluntades  desconocidas y absolutamente indiferentes a la propia. Ese es su misterio. Su aparente magia  es un vacío.
Al borde de las lágrimas, y acaso por ellas, los recuerdos vuelven a la primera infancia.
 El día en que cumplió siete años, sus padres le regalaron  ropas y zapatos nuevos  que ella había elegido, pero también un cuaderno de tapas rojas y un lápiz ya que, según le dijeron con mucha seriedad, era hora de empezar   la escuela. Laura lloró, suplicó, pataleó, se negó a comer, enfermó, decidió no hablar ni escuchar.  Nada parecía conmover a los padres. Una tarde, milagrosamente, llegó de visita la abuela. Ella le contó sus cuitas, se quejó de la maldad de sus padres y pidió la compasión y la ayuda de su adorada Nona. Ésta le prometió que hablarían a la hora de los cuentos.
Ya en su dormitorio, Laura mostraba orgullosa sus regalos pero iba dejando de lado el cuaderno y el lápiz. Al cabo la abuela preguntó:
── ¿Y estos también son regalos?
── Te dije, Nona, quieren obligarme a ir a la escuela.
La abuela abrió el cuaderno y mientras sacaba punta al lápiz, canturreó:
── Lápiz nuevo, lápiz nuevo escribe, si sabes, el nombre de tu dueña.
Luego, escribió Laura en la primera página, y mirando a su nieta le dijo:
── ¡Un lápiz mágico, Laura, te han regalado un lápiz mágico!
── Pero si es mágico no necesito ir a la escuela, hace lo que yo quiero y ya está.
── A ver, probemos…
Terrible fue la desilusión. Sólo había garabatos. Laura recuerda, ahora con una sonrisa, cómo se enojó con su abuela:
── ¡Sos como las brujas de los cuentos, y no querés enseñarme!
── Vamos, vamos, si no sabemos dónde está nuestro querer, creemos encontrarlo donde no está. Tus manos mostrarán lo que hay en tu alma.
Tomó la mano de su nieta y la fue guiando. Así Laura  aprendió que la magia de su lápiz provenía de la voluntad que corría por su brazo hasta la punta de los dedos.
Aliviada por el  recuerdo, palmea a Otto una vez más y dice:
──  Descansá, hoy salgo con tu hermano mayor.
Busca un lápiz y remedando a su abuela canturrea:

── Lápiz mágico, lápiz mágico escribe, si sabes, lo que quiere tu dueña, y te llevaré siempre en mi bolso para abrir otras ventanas al mundo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

“El Rulo”


Camina y llora. Y sin saber por qué, sigue caminando. El jefe fue muy claro: «esto te pasa por meterte con traidoras». Después le dio un sobre de merca y agregó: «es todo lo que merecés. Agradecé que te dejo vivo».

¿Norma traidora? El Rulo sabe  que no. No para él. Arrastra los pies, los mocos resbalan de su nariz, pero él no se da cuenta. Norma lo quería lejos de la droga, del jefe y de los otros pibes como él. Decía que estaba mal lo que hacían, que él, El Rulo, valía más que eso, y que había otra manera de vivir.  Le creyó, pero no pudo dejar  de pincharse, aspirar y tomar lo que fuera. Y ella, en un  intento desesperado quiso llevarlo a un centro de recuperación, pero El Rulo tratando de escapar, mató o hirió (no está seguro)  alguno; los perros mataron a Norma para que no hablara. Le parece que tiene moscas delante de los ojos y trata de espantarlas mientras camina y murmura cosas sin sentido.
Empieza la desazón y quisiera abrir el sobre que lleva en el bolsillo pero hay muchas luces lastimándole los ojos, debe estar demasiado a la vista. Prende un cigarrillo. Tiene sed. ¡Qué no daría por una birra!
No puede volver al barrio, a las cuadras que vigilaba. La cana lo encontraría inmediatamente.
Ya no llora, tiembla. Busca soledad porque todo lo hiere a pesar de la coraza dura y fría en la que el miedo lo envuelve. No elige un camino, vaga dando vueltas pero de pronto está cerca de la canchita que todos esquivan en cuanto anochece. Alambres, vidrios rotos, zanjas  llenas de ratas, basura, perros sueltos y sobre todo una oscuridad ominosa.  Se sienta entre yuyos pero no hay dónde apoyar la espalda; ni atrás ni adelante, nada que tocar con el brazo extendido. Le quedan el odio y ese poquito de merca. Ya verán todos, en cuanto le haga efecto se vengará. No quedará en pie nadie que se le cruce. 
Saca el ansiado sobre del bolsillo y lo abre de un tirón. Busca y rebusca con los dedos y hasta con la nariz dentro del sobre. Inútil, el sobre estaba vacío. Una última ilusión lo lleva a tantear a su alrededor como un ciego que espera reconocer una diferencia de asperezas entre los yuyos. «Hijo de puta, vos sos el traidor»,  grita con la rabia que nutre el crimen.
 En un cielo tan negro como la tierra  cree ver a Norma que cae una y otra vez,  siempre con la misma sangre empapando la remera, y una sombra delgadísima que le da la espalda cuando quiere  decir “mamá”, pero nada se articula en el grito. ¿Qué hay en el aire? ¿Nubes, monstruos? ¿Quién lo persigue?
Se levanta y quiere correr hacia ninguna parte. Algo helado pero vivo se desliza entre sus piernas y parece caer al agua. ¿Dónde está la zanja? ¿Dónde el alambre, el límite? Tropieza con una estaca. Ah, ¡por fin dónde apoyarse! Y allí se queda tratando de recobrar el aliento.
Nada. Vacío, sólo vacío. Como ese cielo, como la canchita. Todo es engaño; hasta Norma, puras palabras. El mundo es ese inmenso hueco negro. Cierra los ojos.

¿Sueña o despierta? Oye susurros y hay una luz azulada como el borde de un lago en movimiento. Vuelve a mirar sin ver. Podrían ser las luces de un auto de la cana. Apenas se endereza. Un golpe de calor en el vientre, dolor en el alma; ya no es más “El Rulo”. Ahora, apenas es Carlitos.  

sábado, 6 de junio de 2015

AYER NOMÄS

El día en que nació, su tío veinte años mayor dijo a su padre ─ Ésta la reservas para mí.
Al cumplir los doce,  su madre le habló  ─ Conoces a tu tío. Será tu marido. Obedece y calla.
Salía él a sus negocios y ella sacaba el cajón de juguetes para vestir muñecas. Enterada la madre, ante el primer embarazo, se lo escondió. Veintitres hijos parió. Sólo cinco se malograron. A los cincuenta años, la cabeza perdida, Ana preguntaba ─ ¿Quién me ha quitado mi cajón de juguetes?
Ayer no más, a principios del siglo XIX en la Gran Aldea.

lunes, 1 de junio de 2015

SEA o LA PALABRA ABANDONADA

Silencio, dolor, vergüenza, temblores.
Empieza a formarse como un carbunclo en fuego de corazón.

El aire de la voz la lleva a las aguas multiplicadoras, y entonces millones de estrellas fugándose al infinito van a repoblar el cielo; vuelven a oír  el canto de la noche, y en lo que era obscuridad ES por fin, una suave y cálida luz iluminando el nuevo monte de la vida.

jueves, 14 de mayo de 2015

“TODO-OÍDOS”

Fue el sobrenombre que le puso su madre, aun sabiendo que no expresaba lo que quería decir. Así como aquel que percibe imágenes de seres y cosas que tienen su existencia en mundos inmateriales es llamado “vidente”, en algún momento pensó llamarlo “el oyente”, pero tampoco era exacto y remitía a una actitud de cierta pasividad que ella no quería sugerir. Tampoco se trataba de eso. Percepción de la resonancia de los seres y las cosas sería tal vez lo más aproximado.
Al conocer a alguien, su primera impresión era un sonido. No siempre se trataba de algún instrumento tradicional, muchas veces tenía que ver con los sonidos de la naturaleza o con los ruidos de la civilización urbana. También “oía”, si así puede  decirse,  cuando una persona comenzaba a “desafinar”.
Su madre, por ejemplo, fue siempre una campana; no tanto porque hablara o cantara mucho o en voz alta, sino porque con apenas un gesto era transmisora a distancia de todo cuanto había que celebrar o lamentar. Hubo un tiempo, sin embargo, durante el cual no transmitió nada y esa mudez se volvió peligrosa.  Todo-Oídos tuvo un compañero no muy corpulento pero que era como la bocina de esos enormes camiones de transporte de carga que apenas suenan dicen ”¡cuidado!”. Su maestro de escuela fue un fagot rezongón y dulce. Su mujer, un arroyito de montaña cantarín, transparente y modesto pero constante. Su hijo, tan buena madera,  prometía la madurez de un violoncelo acaso, una lira o una guitarra como él.
Pero siendo todavía un niño, sólo una vez había escuchado un sonido que lo aterró de tal manera que se tapó los oídos como si eso sirviera para no oírlo, y que supuso el de muchos tambores. Fue a la muerte de su padre, y nunca más se repitió. En las épocas del terror fueron a pasar una temporada al campo a casa de sus abuelos. Su padre jamás dormía en el mismo lugar, y no quería ponerlos en peligro. Una noche despertó a los gritos con tambores que le reventaban el cerebro. Más tarde supo que el padre había muerto al caer por un balcón tratando de escapar, según las fuerzas represoras, o más seguramente empujado y golpeado hasta perder el equilibrio, según su madre. A ella, la falta de resonancia le duró muchos años.
Todo-Oídos estudió. Se recibió de arquitecto. Disfrutó del ritmo, la armonía y la exactitud de las formas. Trabajó para convertir belleza en utilidad, y aportar nuevas maneras de vivir acordes a la sociedad de la que formaba parte. Un verano en la playa, al retirarse la espuma de la orilla, percibió el sonido de odio del mar. Alcanzó a avisar. Cinco minutos después, una ola monstruosa devoró el balneario. También su médico alguna vez le pidió ayuda ante un diagnóstico inseguro. Acertó. La fama de brujo crecía. No quiso seguir. Eligió negar su percepción. Con ella podía eventualmente ayudar a algunos, pero usarlo como oficio sonaba a pereza; el suyo era el camino de trabajo y desarrollo de cualquier ser humano. Entonces, con el tiempo fue perdiendo la capacidad de interpretar los sonidos, y poco a poco estos fueron haciéndose  más débiles. Como todo el mundo, ahora oía  sólo con sus oídos.
La vida había empezado con ruidos, alaridos, sollozos y silencios ominosos, pero se regulaba en afectos y armonías. No añoraba ni infancia ni juventud. De algún modo el orden que por lo general se atribuye al transcurso de la existencia se había invertido. Tenía derecho a pensar que bastaba ser moralmente correcto para que la vida lo premiara. Luego vendría la vejez y habría que aceptarla, pero por el momento se trataba de ver crecer un hijo sano y alegre, ayudarlo a encaminarse y hacer vibrar las cuerdas de la guitarra al lado del arroyo. Todo estaba bien.
Así pensaba Todo-Oídos mientras preparaba algo de comer. Su hijo había salido en busca de su novia, y su mujer miraba por televisión  lo de siempre: malas noticias políticas y terribles hechos policiales. Sirvió dos copas de vino.
De pronto, un alarido desbordó arrasando cuanto encontraba a su paso. Alarmado, miró el televisor. En la calle un bulto cubierto, sangre, ambulancia, policías. El periodista hablaba de un  grupo de jóvenes aparentemente drogados que habían muerto a golpes a otro para robarle la moto. Según los documentos encontrados, la víctima sería…


Una a una estallaron las cuerdas de la guitarra cuando los tambores comenzaron a sonar. 

sábado, 11 de abril de 2015

LA MALDICIÓN (sólo palabras sin "T")

No fue maldición la que sufrieron Adán y Eva, más bien fue penalidad. Si bien miramos, el que educaba a los rebeldes aún sin causa pero ya en  busca de lo que creían liberación, era ni más ni menos  el Creador del universo, y el paso previo a la maldición – la ocasión llegará con la maduración de las peras- debía ser probar educarlos. Ya es algo sudar por la labor del día y regresar a casa cansado  y feliz por lo logrado, o bien sufrir los dolores de parición y hallarse con un crío amado. Pero peor es  verse obligada a la dominación del machismo.
Más pesado fue lo de Caín. Un primer crimen que, como bien sabía, sabe y sabrá el omniconocedor  de las almas, será la piedra basal de millones y millones  que forman la escalera empedrada que sólo desciende. Pero si bien le impuso  la pena de errar solo, asimismo  le grabó una señal que lo defendería de los que quisieran vengarse copiando su acción sobre él.  Y Caín fue fundador de ciudades, lugares para seres solos y errabundos  que no saben cuidar de sus hermanos.
Seguimos empeorando con Sodoma y Gomorra para las que no hubo maldición, sino lisa y llana aniquilación. Aunque su descendencia sigue pagando, ahora sí, una maldición.
A Judas, a cargo de hacer cumplir lo preanunciado, el Salvador  lo llama “hijo de perdición”.  Mucho  pensar merece ese nombre.
En una época  de dioses diversos, hubo bendiciones que a la larga llegaron a ser maldiciones por olvidos o descuidos.  La pobre Sibila de Cumas,  después de haber logrado su deseo de vivir por siempre,  deslumbrada por la luz de Apolo olvidó pedir ser siempre joven.  Hay que alabar su dignidad, pues pudo haber mejorado su sino. Apolo ofreció corrección, pero puso precio: la virginidad de la sibila. Ella no quiso sacrificar su don de profecía, su esencia misma. Llegó a reducirse como una chicharra que los pobladores colocaron en una jaula para que nadie la pisara. Los niños, burlándose,  le decían cada día:
 --Sibila de Cumas ¿qué quieres?—para oírla responder con pena:
--¡Quiero morir!
Mas la lejanía de las épocas y el hecho de que hablemos de dioses versus hombres, hace de  penalidades y maldiciones una relación de imaginaciones y leyendas de invierno que conviene oír con el corazón.
En cambio aún leemos con horror  la maldición de Jacques de Molay, Superior de la Orden de los Caballeros de la Cruz y la Espada,  después de pasar por pavorosos dolores infligidos por el rey de Francia y el Papa. Sin embargo, al cabo de crímenes, enfermedades, diversas malas hierbas en las sopas y en los pañuelos  de las generaciones reales, se pondrá fin a la familia de una época oscura de Francia.
Hoy  ansiamos no creer en maldiciones, a pesar de lo cual día a día enviamos a alguien a la madre que lo dio a luz, o bien lo expedimos a la vela cuadrada que los pescadores de Veracruz colocan en el palo del  barco que puede sacarse hacia afuera cuando es necesario.
Para maldecir o bendecir hay que creer  que la palabra crea. Yo, no sólo creo en la palabra, creo en cada uno de los signos de mi lengua.  Desafiada a suprimir uno de los más comunes, poderosos y preferidos,  formado por el choque de la lengua con los blancos huesos de la boca, por  breves segundos abrigo el deseo de maldecir.Y así concluye  mi relación sobre la maldición. 


sábado, 14 de marzo de 2015

FAUSTO

Grueso, enorme,   con una respiración fatigosa que oía como  a  un animal resoplando  a su lado; recostado en un sillón con una manta escocesa sobre las piernas, miraba un engañoso otoño en su jardín.  Aún sostenía  un grueso cigarro sin encender entre los labios. Le gustaba mascarlo, descargar su rabia destrozándolo entre los dientes.
Por un instante le pareció ver entre el follaje  amarillo-rojizo la silueta de quien se le acercó  una tarde a sus cuatro años, ofreciéndolo todo: el talento  y más, el genio,  la vitalidad y la  voluntad del toro;  por tanto  un éxito que le permitiría hacer lo que quisiera, pero sobre todo una voz portentosa y seductora que llevaría a sus oyentes el  sentimiento exacto que quisiera transmitir.  ¿Podía pedirse más?  No lo sabía. Tenía cuatro años entonces. Tampoco sabía que siempre hay que preguntar por el precio.  Parecía un regalo.
 Aceptó, por supuesto. Todo era un juego: deslumbrarse ante  su propia percepción del mundo; reírse del asombro del mundo por su precocidad. Imposible no sentirse superior. Pero ya  en su primera juventud despertó  la ilusión de hacer algo importante para la humanidad.  Cuanto más grande era su ilusión  mayor era su avidez por la vida, por bebérsela a grandes sorbos, tal  como según él, correspondía a un genio.
La radio lo acogió como al hijo dilecto, y él lució su voz leyendo para los oyentes las grandes obras de todos los tiempos.   Pero también se daba cuenta de que creían a pie juntillas tanto  las mentiras más simples de la publicidad,  como  las más engañosas de la política. Deseaba pertenecer a la raza de los grandes creadores de conciencia.   Quería hacer de lo totalmente increíble algo absolutamente creíble para poner en evidencia su tesis: no debes creer nada de lo que oyes en la radio.
Un día dio con esa historia, por entonces novedosa,  de alienígenas invadiendo la tierra. Disfrutó leyéndola y creyó que la comprensión de sus intenciones sería inmediata.
El resultado fue devastador. Ataques de pánico, histeria, suicidios, gente en las calles tratando de huir hacia quién sabe dónde. Nadie se lo reprochó siquiera. Por el contrario, fue su éxito personal, aunque no el de sus ilusiones.  Sin embargo, en su espina dorsal algo se densificó.
Pero le faltaba el amor.  Envalentonado, convencido de que en realidad nunca había precisado de la ayuda de ningún ser de éste u otros mundos, buscó a la más bella y sensual entre sus pares. Nuevamente triunfó. Ahora los éxitos eran sólo propios. La soberbia creció en la risa y  en la mirada.
No, no quiere recordar, ni tiene por qué. Enciende la radio para  distraerse,  quizá dormir.
 El locutor anuncia el programa de la tarde: Cuarenta años atrás, un programa hecho por jóvenes, con jóvenes y para jóvenes.
Hace rodar el cigarro en su boca, queriendo burlarse del  título presuntuoso.
Dejaremos a nuestros oyentes dos preguntas antes del espacio publicitario, pero también les daremos algunas pistas. Atención, hoy hablamos de una gran actriz de Hollywood que  se encuentra gravemente enferma.  Nació en 1918.
¿Cuál es el nombre artístico de Margarita Carmen Cansino?
¿Cuál es su frase más famosa?
A la vuelta, una canción de su película emblemática.
¡¿Para qué encendió la radio?! No quiere recordar, no es joven, no necesita ningún premio. Muerde el cigarro con tanta fuerza que lo  parte  en dos.  Furioso, escupe tabaco. Quiere apagarla, pero tiembla  y vuelve a ver la siniestra figura del pasado en el jardín.  Se aproxima sin  pisar el pasto como una nube oscura, un cuerpo de pasiones contrapuestas buscando su lugar.
En la radio, Margarita canta : --Put the blame on me, babe. Put the blame on me.
Cierra los ojos y un larguísimo guante de seda  vuela seductoramente hacia él.
Grita lleno de dolor y de rabia.  Por fin,  apaga la transmisión  de un manotazo.  Ha sido burlado.
No llega a sollozar, la garra de la estafa se instala en su pecho.
Ahora la figura del jardín parece haber atravesado la ventana. Le habla.
--Perderla  era el precio – dice.        
Desaparece, y con ella el mundo entero.


lunes, 16 de febrero de 2015

BOTÍN DE GUERRA










Humo gris y negro se arremolina formando los rostros y apariencias de los demonios que lo habitan.  Roncos alaridos salen de sus fauces llevados por el viento.  Rojos y amarillos sucios arden e iluminan la extraña belleza de la destrucción.   –Todavía no viste nada~ piensa.
Al otro lado de la ruta, surgida de quién sabe  dónde,  una criatura desgreñada, semidesnuda, la boca en un pozo de dolor, pavor en la mirada sin lágrimas, parece pedir ayuda extendiendo sus manos. –Ahora o nunca~ se dice.

National  Geographic Magazine lo premió por la mejor foto del año.

martes, 10 de febrero de 2015

ATRAPAR EL JILGUERO

Amanece. Ernestina, después de haber mirado el cielo tratando de descifrar en la luz el tono del día, sale a ver sus plantas y su quinta. Este año los zapallos y las acelgas prometen, pero habrá que poner mucha atención a los tomates.
Es menuda, ya mayor, la carne se hunde entre los tendones de sus manos y anda tan volátil con sus piernas ligeras como un gorrión carreteando antes de tomar vuelo. Hace unos días que no se siente muy bien; a veces le parece que se le traba algún músculo cuando corrige los tutores de las plantas o se agacha a sacar yuyos; otras, aparece una angustia que se reprocha. Hoy tiene miles de suspiros atascados en el pecho.
─Habría que podar el limonero ─ piensa, pero esa ya no puede ser su tarea. Un poco más de agua a los paraísos y las retamas.
 Vuelve a casa a prepararse unos mates pensando en Silvia, su hija. Seguramente llamará en un rato. Está en esa edad en la que se va por la vida como por una cinta transportadora infinita que no nos deja mirar ni a derecha ni a izquierda, tampoco salir de ella hasta llegar al fin de una jornada de obligaciones.
Silvia se preocupa por ella, pero no sabe hallar el tiempo para recorrer los cien kilómetros de autopista que las separan y quedarse dos días.
Ernestina, claro, se preocupa por Silvia. ¿Tendrá algún amor, pensará en tener hijos, cómo serán sus amigos? Esas cosas de las madres.  No sabe cómo lograr que  venga a verla sin que su pedido suene a exigencia, reproche o alarma. Suspira.
Destapa la jaula del  jilguero que en seguida empieza a cantar. Se lo regaló Antonio, su marido, poco antes de morir. –Te alegrará y te hará compañía ─ le dijo.  Y así fue.
─Buenos días, Caruso ─  lo saluda. ─Hoy será un día  para poner tu jaula afuera, pero antes hay que limpiarla.
─Pensar que casi te pongo Pavarotti,  tan chiquito ─ ,  ríe. Abre la jaula y saca el recipiente para el agua.
Suena la campanilla del teléfono.
─Silvia, hijita, ¿cómo estás?
─Bien  viejita linda, ¿y vos?
─ Con un tiempo precioso. ¿No te animás a venir el fin de semana? Compré la carne que te gusta.
─Mamá, sabés  que no puedo. Estoy en la peor época de  trabajo.
─¡Caruso, Caruso se ha escapado de la jaula!
-Andá. Te llamo a la tarde.
Ernestina desespera. Descuelga la jaula y sale desalada mirando a derecha e izquierda, a los cielos y al pasto.
─ Caruso no me dejes─, dice entre sollozos sin saber hacia dónde correr.
Respira hondo. ¿Dónde buscar un pajarito? En el jardín ya no está.
Sale a la calle. La jaula se sacude en su mano mientras ella sigue corriendo como puede, llamando a su Caruso.  Llega a la plaza del pueblo, mira entre las ramas de los árboles, huele el aire como una loca.
En un banco está don José, un viejo jubilado que hace de guardián honorario de la plaza  para ocupar su tiempo. Don José toma sol con el  sombrero a su lado. Ernestina se sienta a llorar sus desdichas. Don José señala el sombrero. Ella no quiere entender tan rápido. Necesita llorar un poco.
─ Vamos doña, no llore. Su jilguerito está bajo el sombrero.  Se acercó tan confiado que en seguida lo atrapé. A ver, ponga la jaula así, ¿ve? La puertita abierta, y ahora…
El jilguero entra a la jaula como si nada hubiera pasado. Pica el alpiste y vuelve a cantar.
Ernestina no sabe cómo agradecer.
─ Venga a almorzar conmigo─, invita.
─ Vamos.
Cocina la carne comprada para Silvia, y destapa un vino de los que guardaba Antonio. Comen, hablan de lo que los acerca por generación. Los achaques, los recuerdos de infancia, los sucesos y sufrimientos de su época. Se hace el momento de silencio que siempre llega. Ernestina está a punto de preguntar. En el último instante se da cuenta de su propia trampa. Preguntaría para poder hablar de Silvia. No es justo. Sería volver a pesar sobre don José y hoy se trata de agradecer y escuchar. Al cabo, el día ha sido sólo de ellos.  Tarde ya, don José se marcha. Ahora está tan, tan cansada. 
Al caer el sol,  va a tapar nuevamente la jaula cuando Silvia vuelve a llamar.
─ Y… ¿lo recuperaste?
─Sí, hijita, sí. Don José, el guardián de la plaza lo encontró.  Lo traje a almorzar. Comimos  y conversamos  mucho y ahora ya estamos por ir a dormir.
─ ¿Quiénes estamos? ¿Te volviste loca? Salgo para allá. Esperame despierta.
Silvia no da tiempo a nada.
Ernestina se acomoda en su hamaca, mira al jilguero pero habla para sí:
─ ¡Mirá por dónde un plural mal comprendido ha servido de sombrero!
Cierra los ojos. Sonríe.


EL REGALO DE LOS DIOSES

Desde la llegada de los dioses que no fueron, cuando creímos que se trataba del milagro esperado a través de los tiempos y, alegres y reverentes nos entregamos a lo que culminó en dolor y humillación, ninguno volvió a creer en milagros, ninguno volvió a mirar el mar ansiando ver naves venidas desde donde aire y mar se juntan.
Llegaron con ropas pesadas que escondían su semejanza con nosotros,  armas que escupían terribles bolas negras y humo,  cuchillos más largos y cortantes que nuestras piedras de sacrificar y también, debo decirlo, con este nuevo lenguaje.
Nuestra vida cambió. Nuevos sufrimientos, nuevas enfermedades, nuevas formas de morir. Ya no fuimos dueños de lo que fue nuestro ni de andar nuestra vida como la andábamos; tampoco de obedecer las órdenes que nuestro rey y nuestros sacerdotes recibían de los astros que nos guían.
No, nadie volvió a esperar a los dioses prometidos. Pero si ahora puedo cantar en palabras que nunca fueron nuestras, es por el regalo. Tal vez nuestros dioses y los de ellos se han puesto de acuerdo. Lo pienso y el agua del manantial del sentimiento brota de mis ojos. Sin embargo no estoy seguro de lo que vendrá.
Cuando llegaron se golpeaban el pecho y decían “YO” con gran orgullo. Luego estirando el brazo hacia cualquiera de nosotros, decían “TÜ”.
Tengo que aclarar ahora que entre nosotros no existen esas palabras. Hay una que, a excepción de nuestro rey-dios y de nuestros sacerdotes, nos nombra a todos: Piedra-del-gran-Pueblo.
Sus gestos y sus voces fuertes y brutales trajeron enormes confusiones y castigos. Si uno de ellos preguntaba:-¿Quién hizo esto?, y uno de nosotros contestaba ─Yo ─ señalando a uno de sus compañeros, llegaban la burla, el escarnio y el castigo. Peor aún era cuando a la misma pregunta respondíamos ─Tú ─, pensando en cualquier Piedrita-del-gran-Pueblo.
Soy el escriba del rey-dios,  encargado de registrar en la piedra con algunos pocos signos la memoria de cada año. Por eso traté de aprender el lenguaje de los dioses falsos, porque ellos son, como el regalo de hoy, lo esencial del  año.
Ayer, su cacique (no puedo llamarlo dios) volvió al mar con muchos de ellos, dejando a los más duros y crueles con nosotros para que nos eduquen. Pero también quedó, creo que por su voluntad, el hombre de la túnica larga con cordón y maderas cruzadas sobre el pecho, y una sarta de bolitas que cuelga de su cintura y que a menudo acaricia con cariño. Es un hombre bueno y paciente que me tiene cierto afecto. Mientras su cacique volvía al punto de unión entre el cielo y el mar, hoy,  día del gran regalo,  me llevó a la sombra de las palmeras y me reveló el misterio del “Yo” y del “Tú”.
Ah, esta Piedrita- del- Gran- Pueblo aún no sabe qué signos usará para explicarlo todo.
Jamás creí poder ser un Yo y tengo miedo.
Llevé mi voz al rey-dios quien ordenó reunirnos ante la piedra de sacrificio. Cuando estuvimos todas las Piedritas-del-Gran- Pueblo, dijo:-¡Habla!
Fue como el silencio que antecede el terremoto. Después, cuando todas las Piedritas-del-Gran-Pueblo parecieron comprender, la tierra tembló de tanto baile y grito ritual.
Algo se ha liberado en cada uno. Hay una fuerza distinta. Me gusta y le temo. Algunas miradas ya han cambiado. El hombre de la túnica nos observa con amor y preocupación.
Es un gran regalo, sí, pero ¿qué ha de suceder cuando vuelva el falso dios y vea lo que somos ahora? Tiemblo.