lunes, 8 de abril de 2024

HUECOS EN EL AIRE

 


                         HUECOS EN EL AIRE

 

 

 

Te escribo sin saber por qué. No espero respuesta, pero de algún modo creo que sos la única que puede entenderme. No habrás olvidado esos juegos al borde del mar, cuando veíamos las ondinas en la cresta de la espuma; y otras veces en los montes de eucaliptus, desde los troncos descascarados, los duendes nos hacían trampas, escondían tu canasta con frutas o mi bolsa con un sándwich y una pelota. Y todos, ellos y nosotros nos reíamos. Cuando llegaba la tarde, los silfos nos empujaban a casa, y entonces llegaba el tormento de los juicios. Para vos había una catarata casi aprobatoria de «chica soñadora, fantasiosa, esperemos que no se convierta en una romántica poco práctica.» Para mí, era bastante peor porque nuestros relatos sugerían a mi padre un hijo por demás sensible, afeminado, « incapaz de hacerse cargo de sus deberes de hombre» en una época en la que morirse de hambre como poeta ya ni siquiera valía la pena.

Te escribo porque sabés que nuestra inocencia fue verdadera, luminosa, capaz de comunicarnos con toda la vida de la tierra.

Jamás en la ciudad pudimos conectar con esos amigos. Se escondían, se espantaban, huían ante toda la dureza de los ruidos sin fin, y el desprecio humano que ni los reconocía como reales, ni los recordaba como personajes de cuento.

Te escribo por desesperación,  pensando que tal vez nunca sepas siquiera de estas líneas, ni te importe. Acaso seas ya una señora de ciudad que, riendo, cuente a sus hijos nuestras aventuras y agregue «pensar que lo creíamos de verdad…»

Pero no, no te negarías a vos misma. No vos.

Cuando en el periódica donde trabajaba me nombraron corresponsal de guerra, y me destinaron a cuanto conflicto bélico hubiere, mi padre por fin, se sintió «tremendamente orgulloso de su hijo», así lo dijo. Yo también.

Me gustaba el título, el dinero, el viaje, una vaga sensación de peligro no muy consciente, los compañeros ágiles y rápidos con los que corría a los refugios en cuanto sonaban las alarmas, los excesos de alcohol y cigarrillos con los que creíamos estar acompañados. Y al volver sanos y salvos las primeras veces, traer una cierta soberbia ante quienes nos esperaban: «No sabés lo que es estar tan cerca de la muerte.»

Pero duró poco. En esos lugares uno se endurece por fuera, y se debilita por dentro. He visto morir gente en las guerras, pero miraba los cuerpos que caían. Sólo los cuerpos. Desconocidos, ajenos a mi sentir.

Fue en una ciudad pequeña donde acababan de caer  dos o tres bombas, una tras otra.  El cielo lleno de humo, el aire enviciado de polvo, focos de incendio, edificios destruidos, piedras, vidrios, cemento, cables, metal, todo  el escenario de la ciudad, despedazado. ¿Y la gente?

Entre los escombros, un zapato, tela desgarrada, una mano buscando una salida. Sobre ellos, algo como un hueco en el aire, un hueco que recordaba vagamente la forma de un hombre, de un niño, de una mujer en el preciso instante de su muerte; por donde retrocedían hacia la oscuridad seres, pensamientos, sentimientos, voluntades que habrían querido alcanzarnos desde el futuro.  Y un sonido.  

Traté de escuchar. Eran voces, susurros, llantos entremezclados. Después del pavor, llegaban los sueños truncados, rota la red que va de todo presente al futuro: «¿quién habrá que engendre a mis hijos, y ellos a las generaciones  que debían traer una nueva época?», o «¿en quién hago vivir ahora el calor del amor?» «¡mamá, mamá!». Y a medida que avanzaba gritos de odio, de impotencia, inútiles deseos de venganza.

En uno de esos huecos, muy cerca del suelo vi un niño de pocos años mirándome muy serio. Abrí los brazos hacia él. Con un desprecio infinito me dio la espalda y desapareció en el aire.

¿Qué puedo hacer con esto? No tengo respuesta.

Perdida la inocencia, los seres de la tierra ya no tienen nada que decirme.

El director del periódico me ofrece vacaciones en una clínica donde curen mis desvaríos y cambiarme de sección. ¿Modas? No. ¿Política? Menos. Tal vez eventos culturales. Un amigo me incita a que me vaya a meditar al Tibet o algo parecido. El egoísmo de sanar por el olvido, y aquí no ha pasado nada. No son estos los tiempos. Parientes y conocidos compadecen mi sufrimiento sin entender. Después de todo, la vida ha sido siempre así. El problema es que ya no es así. Ha cambiado, mientras nosotros no sabemos cambiar.

Para los cielos estoy sordo. ¿De qué sirve la conciencia a medias de un solo individuo?

Es una soledad a la que no le queda ni el clamor.

Te escribo también porque no quiero morir, la autocompasión es mezquina. Tampoco quiero olvidar. Seré el loco de la mirada fija en el vacío, el que dice oír lo que nadie más oye; quiero, obstinadamente tener esperanzas en lo humano, en el tiempo que sigue andando y cambiando, en los que se hacen cargo no solo de su vida, sino también sin saberlo, de la historia de los ausentes para que la red se recomponga, vuelva a tejerse entre presente y futuro, entre unos y otros, para que aprendamos a escuchar.

Quizá nunca leas esta carta, sin embargo fuiste la presencia que alguna vez compartió conmigo lo invisible y siempre luminoso de la tierra. Fue un regalo. Te estoy agradecido.

(897Pbs.)

sábado, 23 de marzo de 2024

O QUE E, O QUE E

 


                                                                     A la memoria de Uri Ruiz,

                                                                     A la de Federico Tomé,

                                                 y a mis hermanos Mónica y Miguel.


                                                 O Que E, O Que E

 

 

Apesadumbrada, desconcertada, triste. No entiende lo que le pasa. Lleva en sus manos una cajita con las cenizas de su compañero de vida. Y ahora, ¿qué? No más su voz, no más sus pasos, no más sus rezongos. Un vacío a su alrededor. Eso es todo.

Al llegar a la plaza, se sienta a la mesa de un café sin saber bien por qué. Acaso el sol, o la frescura del aire. Tal vez no querer llegar a casa. Está muy lejos de sí misma. Porque el camarero se acercó y preguntó, pidió un café. Una escena automática: se acerca un camarero y quien está a la mesa dice «un café, por favor». No hay necesidad de pensar.

En la plaza, dos o tres músicos brasileros se ganan el día. Oye: «…é un soplo do Creador…». María Bethania la empuja a su infancia. Todavía oye la voz de su madre callándola cuando toda la familia cantaba a coro y ella era la única que desafinaba. « Saraaa…». Dejó de cantar hasta en la ducha.

Siguió escuchando :«Viver, e n~ao ter vergonha  de ser feliz/ cantar a beleza de ser  un eterno aprendiz/ Eu sei que a vida devia ser  bem melhor, e será/ mais é bonita, e é bonita».

Algo como despertar a un amanecer, la lleva a ponerse de pie, y sigue a los músicos cantando: «mais é bonita, e é bonita».

«Vamos  viejo, a cantar otra vez!»

(246 palbs con el título)


lunes, 12 de febrero de 2024

RAYOS Y CENTELLAS O EL ALMA DIVIDIDA

 


RAYOS Y CENTELLAS O EL ALMA DIVIDIDA

 

 

«¿Estoy muerto? ¿Dónde estaré? ¿Qué son esas paredes con reflejos hirientes como espejos en los que no me veo pero hay sombras, sombras conocidas…»

Mi pobre muchacho, mi querido piel de Judas…

Tranquilícese señora, ha sido un shock muy fuerte pero saldrá adelante, ya verá. ¿Es usted la madre?

Como si lo fuera. Yo lo he criado; siempre fui su niñera a mucha honra, y volveré a serlo si sale de esta.

No es para tanto, es un hombre fuerte. Pero quisiera  preguntarle algunas cosas.

Doctor, lo conozco desde que le cambiaba los pañales.

«Ubaldina…ama Ubaldina, entonces, ¿no estoy muerto?»

Esa cicatriz que tiene a lo largo de la columna, ¿fue algún accidente?

Fue lo mismo que ahora. Es como si todos los rayos del cielo  la tuvieran con él. Tendría ocho años. Sus padres tuvieron que viajar por la muerte del abuelo y lo dejaron conmigo. ¡Era tan travieso!

«Yo también me acuerdo. Fue cuando en una siesta entré al gallinero y con una pajita larga, cada vez que la gallina copetona iba aponer un huevo, yo lo golpeaba un poco y la gallina volvía a absorberlo. Ja, ja, a la tercera vez la gallina me corrió a picotazos. También quise arrancarle los bigotes al gato, pero me rasguñó de arriba abajo. Nunca más me dejó acercarme.»

¿Sabe lo que me hizo una vez? Para entretenerlo de di un cartoncito y un frasco y le enseñé a juntar las hormigas que querían comerse mi rosal y pasarlas al frasco. Estuvo largo rato tranquilo, pero  esa noche  no encontró nada mejor que volcar el frasco lleno de hormigas en mi colchón. Ya se imagina… Así fue como una tarde de truenos y refucilos se me escapó descalzo bajo la lluvia. ¡Ahí tiene usted la firma del rayo! Ya no volvió a ser el mismo.

¿En qué sentido?

«Ah, doctorcito inexperto, si pudiera hablar, yo mismo te lo contaría. ¿Es posible que no conozcas la expresión “que te parta un rayo”? Pues el rayo me partió para siempre. No sólo travieso, malo. Y lo peor es que al rato era un ser sufriente y lloroso por lo que había hecho.  A Martita, la compañera de primaria graciosa, juguetona que se sentaba delante de mí, un día en un descuido de la maestra le corte una de sus trenzas. ¡Pobrecita! Su desesperación y su llanto se metieron en mi alma. Estaba sintiendo todo lo que ella sentía. No podía evitarlo. Era  como si una corriente eléctrica corriera por mi espalda. Empecé a pensar que el mal que hacía era para sentir el dolor del otro. Aunque no por eso dejaba de hacerlo.»

De pronto se ponía a temblar y todos temíamos sus convulsiones que también las hubo, pero muchas veces esos temblores lo llevaban a hacer alguna fechoría como un sonámbulo. Y sin embargo era muy inteligente. Siempre las mejores notas, la universidad coronada en tres años con un Cum Laude en su tesis, aunque le prohibieron participar de los festejos porque según creo el día anterior hizo alguna de la suyas al rector. Parece que fue una gran humillación para el pobre hombre, y a mi niño casi le quitan el título.

Pero ahora quiero preguntar yo: ¿por qué a él solo?  A ningún otro pasajero le pasó absolutamente nada, y el avión llegó intacto.

Estamos investigando. Es posible que las descargas eléctricas  del primer rayo hayan atraído las centellas que rodearon el avión.

Venga, vea estas imágenes de su espalda: ésta es la cicatriz del primer rayo, y aquí arriba, como una nube envolvente, empiezan a aparecer las marcas de las centellas formando como un techo sobre la otra cicatriz. Todavía no sabemos el efecto que causarán en el organismo. Lo tendremos en observación durante unos días antes de darle el alta.

 «Mi fiel ama Ubaldina, cuánto tiempo sin visitarte, sin saber de ti. En cambio tú has estado para mí desde el primer instante. Te oí y me ayudaste a recordar; sentí tu mano en la mía  y empecé a darme cuenta de que las centellas me hicieron un favor.

 

Querido doctor, si me tienes un poco de paciencia –aunque sé que no soy quién para pretenderla- te podré contar yo mismo desde lo profundo de mi corazón y de mis vísceras los efectos de las centellas. Se terminaron temblores, convulsiones y fechorías para tratar de sentir lo que sentían los otros. El rayo que me dejó la espalda y el alma partidas en dos, ha recibido las centellas que se apoyan sobre él y las une. Lentamente la sangre comienza a tejer y a unir mis caminos diestros y siniestros. Dijiste “como un techo”. Te corrijo, lo que ahora se ha formado en mi espalda es una T. Creo que es la T del tiempo que cura a través de un renacimiento. Ya no necesitaré dañar para sentir a los otros. Mañana, acaso pasado cuando pueda hablar, les daré las gracias a ambos cuyas palabras me sirvieron para comprender, cuyas voces me envolvieron como centellas amables alejando los truenos del terror. Mi vida ha comenzado hoy.»

(860 plbs. Con el título)


martes, 9 de enero de 2024

LA PIEDRA NEGRA

 






LA PIEDRA NEGRA

 

Apenas terminado el Gran Diluvio que desapareció un mundo, en las últimas gotas que  brillaban en el aire, rayos de luz se apresuraron a refractarse, para formar el Arco de la Alianza donde brillaran los pensamientos y sentimientos de los hombres transformados por los dioses en los colores del mundo.

Hubo  sin embargo un rayo que se desvió hacia una piedra negra brillante de humedad, y atrapado en ella quedó.

Variaron los marrones de la tierra y los grises de los guijarros donde se alojaron plantas, arbustos, árboles teñidos de todos los verdes de serenidad que buscaron y amaron pájaros y animales.

Crecieron los amarillos, rojos y naranjas que nacían de las alegrías y las fuerzas apasionadas. El azul se oscureció en el cielo para dejar ver las estrellas  y la luna; y se suavizó a la luz del sol para reflejarse en los mares.

Entre tanto, la piedra negra crecía como si quisiera hacerse árbol. Cada vez que las nubes del miedo, la duda, el odio, la desesperación, la pena, los crímenes o la venganza se apoderaban de la cabeza y el corazón de los hombres, la piedra crecía, crecía.

El mundo la contemplaba con temor reverencial sin saber qué hacer con ella. Sin entenderla, sin  conmoverse.

Pero una vez, en el momento exacto en el que la noche se aparta,  la piedra se abrió rugiendo su dolor. De ella escapó un prístino rayo de luz creando para siempre la blancura del alba.

 

(249plbs. con el título)