sábado, 11 de abril de 2015

LA MALDICIÓN (sólo palabras sin "T")

No fue maldición la que sufrieron Adán y Eva, más bien fue penalidad. Si bien miramos, el que educaba a los rebeldes aún sin causa pero ya en  busca de lo que creían liberación, era ni más ni menos  el Creador del universo, y el paso previo a la maldición – la ocasión llegará con la maduración de las peras- debía ser probar educarlos. Ya es algo sudar por la labor del día y regresar a casa cansado  y feliz por lo logrado, o bien sufrir los dolores de parición y hallarse con un crío amado. Pero peor es  verse obligada a la dominación del machismo.
Más pesado fue lo de Caín. Un primer crimen que, como bien sabía, sabe y sabrá el omniconocedor  de las almas, será la piedra basal de millones y millones  que forman la escalera empedrada que sólo desciende. Pero si bien le impuso  la pena de errar solo, asimismo  le grabó una señal que lo defendería de los que quisieran vengarse copiando su acción sobre él.  Y Caín fue fundador de ciudades, lugares para seres solos y errabundos  que no saben cuidar de sus hermanos.
Seguimos empeorando con Sodoma y Gomorra para las que no hubo maldición, sino lisa y llana aniquilación. Aunque su descendencia sigue pagando, ahora sí, una maldición.
A Judas, a cargo de hacer cumplir lo preanunciado, el Salvador  lo llama “hijo de perdición”.  Mucho  pensar merece ese nombre.
En una época  de dioses diversos, hubo bendiciones que a la larga llegaron a ser maldiciones por olvidos o descuidos.  La pobre Sibila de Cumas,  después de haber logrado su deseo de vivir por siempre,  deslumbrada por la luz de Apolo olvidó pedir ser siempre joven.  Hay que alabar su dignidad, pues pudo haber mejorado su sino. Apolo ofreció corrección, pero puso precio: la virginidad de la sibila. Ella no quiso sacrificar su don de profecía, su esencia misma. Llegó a reducirse como una chicharra que los pobladores colocaron en una jaula para que nadie la pisara. Los niños, burlándose,  le decían cada día:
 --Sibila de Cumas ¿qué quieres?—para oírla responder con pena:
--¡Quiero morir!
Mas la lejanía de las épocas y el hecho de que hablemos de dioses versus hombres, hace de  penalidades y maldiciones una relación de imaginaciones y leyendas de invierno que conviene oír con el corazón.
En cambio aún leemos con horror  la maldición de Jacques de Molay, Superior de la Orden de los Caballeros de la Cruz y la Espada,  después de pasar por pavorosos dolores infligidos por el rey de Francia y el Papa. Sin embargo, al cabo de crímenes, enfermedades, diversas malas hierbas en las sopas y en los pañuelos  de las generaciones reales, se pondrá fin a la familia de una época oscura de Francia.
Hoy  ansiamos no creer en maldiciones, a pesar de lo cual día a día enviamos a alguien a la madre que lo dio a luz, o bien lo expedimos a la vela cuadrada que los pescadores de Veracruz colocan en el palo del  barco que puede sacarse hacia afuera cuando es necesario.
Para maldecir o bendecir hay que creer  que la palabra crea. Yo, no sólo creo en la palabra, creo en cada uno de los signos de mi lengua.  Desafiada a suprimir uno de los más comunes, poderosos y preferidos,  formado por el choque de la lengua con los blancos huesos de la boca, por  breves segundos abrigo el deseo de maldecir.Y así concluye  mi relación sobre la maldición.