Nadie
nos ampara
de la sombra
¿Pero quién nos ampara de Nadie?
Víctor Redondo
El dragón es
cueva.
Hay una
hora, la del llanto del sol deshaciéndose en el horizonte que muchos llaman “la
hora del lobo”, en la que día a día mi dragón abre sus alas, se hace cueva y me
adentra.
Sólo mucho
más tarde una luz tenue, transparente, vendrá desde otros seres hacia mí,
trayéndome descanso.
Adentro de
mi dragón-cueva hay muchos caminos, corredores y desvíos que mienten un destino.
Ellos mismos son llegada.
Los hay cada
vez más oscuros, húmedos y fríos; otros cercanos a su corazón, calurosos, ardientes, con promesas
apasionadas pero llenos de fuegos fatuos.
Están
los que parecen ser sus garras, donde se
incrustan las piedras preciosas del mundo que apenas vislumbro y quisiera sacar
a la luz, pero que me desgarran cada vez que lo intento.
En cambio,
en la covacha que le sigue encuentro trastos viejos acumulados a lo largo de la
vida. Alguna vez brillaron como valiosos y hoy son plásticos rasgados, sucios,
malolientes como deshechos de animales de albañal.
Alguna vez
he creído caminar por una larga lengua de fuego cuyas paredes rugían lo
innombrable que el dragón no me permite
olvidar.
Quizá pertenezca
a alguna de sus alas un corredor silencioso de luz amarillenta contra la que se
recortan las siluetas sin rostro de los muertos. No se miran ni se perciben
entre sí; no hablan, están. Saben que veo sus sombras. Esperan que dé un paso más
en mi oscuridad para pasar un mensaje que anhela, como en la cueva de las
manos, ser descifrado algún día.
Hay noches
en las que no puedo ir más allá de mi alma y me encuentro en esos corredores de
actos y deseos envilecidos por la avidez de una felicidad mentida en la
representación. Es cuando clamo por estrellas, pero no las merezco. Cuando
quisiera haber pensado lo que no supe pensar; haber sentido lo que no supe
sentir; haber querido lo que no supe querer.
En corredores de rocas que se apartan ensanchando
un pasadizo cada vez más oscuro y sin límites, temo que hasta el suelo se abra
bajo mis pies. Sin embargo, en ese desierto sin luz y sin guía, lugar de la
soledad que exige un grito para confirmar que estoy allí y que no he muerto
todavía, ronca una respiración pesada, lenta, que no se oye pero se siente.
Hay partes en
las que el granito brilla como mojado de lágrimas a la extraña luz de
relámpagos hechos de la mirada de los otros, y aun así es más compañía. Tiene
voces de culpa y de pena. Sí, al menos tiene voces.
En otro
pasillo de infinitos hilos tejo y destejo todos los errores, malos sentimientos
y rencores que me alejan de los otros. Al tejerlos y destejerlos se hacen cada
vez más finos, delicados, de brillo sedoso, y ya no queda casi nada de lo
cortante y áspero que nos aparta.
Claro que
pienso muchas veces en Penélope. ¿Estaba cansando a sus pretendientes o estaba intentando que el hilo de los
resentimientos y reproches a Odiseo por un abandono que duraba años dejándola
como botín de guerra a hombres ávidos y codiciosos, fuera haciéndose tan
fino como para tejer el manto más suave del perdón y del olvido, y así
esperarlo renovada por haber vencido sobre sí misma?
Me pregunto
hasta el infinito por este dragón que cada tarde abre sus alas, se hace cueva y
me adentra. ¿Qué quiere de mí? ¿De qué le sirve este rito cotidiano? ¿Acaso él
también es prisionero y guardián que espera que lo
liberen luego de cumplir un deber que es instinto, que ya no le importa; con el
que creyó ganar un cielo y ahora sólo quiere dejarse a sí mismo, salirse por
sus fauces, por su fuego, por sus garras, escamas y espinazo, pero sobre todo
por sus ojos?
¡Ah, los
ojos del dragón! A veces siento que me miran muy fijo, quietos, sin parpadear,
en espera. ¿Observan? ¿Piden? En todo caso no amenazan. Se sienten seguros. Sin embargo, algo quieren.
Algo que debe
salir de mí hacia mí cuando lo mire con sus ojos y los sepa míos, cuando ame
esta soledad terrorífica de nadie.
Entonces no
me dejará ir, será él quien se vaya. Levantará las alas volviendo a su lugar de
origen y destruirá la cueva.
Me dejará
desnuda.
Al irse, tal
vez se desprendan de sus garras las
piedras preciosas que me dio la tierra, y
empiecen a brillar para todos.
Sabré lo que
es luz.