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porque
la sombra del árbol de los encuentros
ha
oscurecido para siempre el sol.”
Víctor
Redondo
Hechos y
Antecedentes:
Él, científico aficionado, ejecutivo de una empresa
financiera.
Ella, profesora de Artes Visuales.
Se amaron desde
muy jóvenes. La experiencia de perderse en un lugar aislado y haber soportado juntos el miedo y la incertidumbre, los unió más.
Un hijo de trece años de inteligencia despierta y gran
curiosidad.
Estables en una felicidad sin pretensiones, él hace
experimentos en el sótano de su casa, siempre infructuosamente.
Ella se lo reprocha, también infructuosamente.
El hijo quiere saber y participar. La madre no quiere.
El padre echa en cara a su mujer el celo excesivo en la protección a su hijo.
Ella, a su vez, desaprueba el exceso de libertades que su marido otorga al niño
y que se parecen, según ella, a la falta de límites por comodidad.
Un grito en la noche a la hora de las brujas.
El hijo muere por una descarga eléctrica del último experimento de su padre.
En un segundo, la vida de todos se hace trizas. El padre es recluido en un
psiquiátrico, loco de culpa.
Primera
visita:
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Él: —No
puedo mirarte, pero necesito que me abraces.
Ella: —No puedo tocarte, ni creo que vuelva a poder hacerlo. ¿Cómo haría para
olvidar que eres el responsable de la muerte de nuestro hijo? Te veo, y lo veo
en el piso quemado por la descarga… No, no pidas más que esta visita.
Él: —Lo tenías tan
atado… Quería ayudarlo a vivir…
Ella: —Pero lo ayudaste a morir. ¡Al hijo de nuestro amor, a los trece años! Y
todo ¿para qué? Para que triunfara en tu lugar, te aliviara de tus
frustraciones.
Él: —Ayúdame a morir,
entonces.
Levanta la vista y la ve rígida, con una
estaca en el alma, partida de dolor. La abraza.
—Oh, mi querida, querida…
Ella le golpea el pecho con los puños
cerrados, hasta que por fin su cuerpo
cede a los brazos de él.
Son puro llanto.
Ella: —Aquí te ayudarán. Yo no sé cómo.
Segunda visita:
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Ella: —Vine a despedirme. Me voy lejos de aquí. Quiero empezar de nuevo. Quiero
volver a reír, a amar si es posible. En casa, desde que no está, todo está
muerto.
Él: —Por favor, no me
abandones. Sólo tengo tu voz, el recuerdo de su risa, y la aridez de un corazón
que late únicamente por el desgarro de la culpa.
Ella: —¿No piensas en mí?
Él: —Todo el tiempo.
Ella pone su mano sobre la de él y dice:
—Cada uno lo quiso para sí. Los dos perdimos. Te
escribiré, si puedo.
Tercera visita:
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Él: —Volviste.
Ella: —Lo
intenté. Me quisieron y me comprendieron. Son muchos los que sufren penas
similares, sin embargo… estás todo el tiempo allí con él; en mi cabeza, en mi
corazón, en mis entrañas. Es inútil huir. El horror compartido no nos deja salir del infierno por separado.
Él: —¿Qué
falta?
Ella: —No participaron del comienzo, de sus pocos años, de su fin. Comprenden,
pero solo pueden estar en la raíz de su propia pena, no de la mía. ¿Te acuerdas cuando
tenía diez meses y te miraba silbar con ojos de maravilla y fruncía los labios
queriendo imitarte? Para los otros, esas son bellas anécdotas, nada más.
Él: —También aquí
pasa. Hay hasta compasión, pero en su mirada no puedo encontrarlo ni
encontrarte. No sé seguir. No hay caminos en este desierto. Solo confusión y un
silencio aterrador.
Última visita:
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Ella: —Dicen los médicos que podrías salir, si quisieras.
Él: —¿Salir? ¿A dónde?
¿A la nada? ¿Qué es un hombre que tiene
solo el recuerdo de un hijo que dejó morir, y un amor que quedó vacío? ¿Qué puede darle al mundo?
Ella: —¡Por favor, no lo digas más! Es un amor cargado de lo más oscuro y de lo
más luminoso que vivimos.
Algo viviente retoma su latido en el abrazo entregado de
los dos.
Él: —No volverá a ser
un amor romántico, ni pasional; tampoco será un amor platónico…
Hay casi una risa.
Ella: —No. Este será un amor de dolor. Allí lo encontraremos vivo siempre.
Vamos.