—¡Quieto!
La piedra da sobre la cabeza de la culebra. Siente el
pecho del muchacho tan duro como la misma piedra. Luego, en el aire, su
suspiro.
—Pero,
¿cómo la viste? Casi la piso.
—Ya
sabes, hay otros modos de ver. Tú
confías en tus ojos casi a ciegas, como dicen los que ven. Si se distraen, te
dejas morder.
—
Yo creo que ves y quieres engañarme.
—No,
sé el color de tus ropas por tu pobreza, no por mis ojos. Pon atención a los detalles. En la danza vibra
tu equilibrio. Los tambores guían tu sentido del ritmo o del peligro, y tus
brazos te muestran el espacio. El calor vive en tu sangre y en tu piel. Te
encuentras a ti mismo en los sueños, y al otro en la voz y en la mirada que me
falta. Pero yo distingo el vuelo del ave al de la flecha cuando los oigo, el murmullo
del río de la potente voz del mar, el lenguaje de los dioses en los truenos,
las lluvias y los vientos, así como a Afrodita hablando de amor. En mis sueños
están los mundos que tú no ves.
Yo canto la memoria. Tú inauguras una época, una red
de signos en la que hombres de otros
tiempos fijarán la mirada, y en la que habrán de encontrarnos.
Ahora, toma tu tablilla y labra mi voz: —«Canta, oh Musa, la cólera de
Aquiles».