El mundo no la esperaba, acostumbrado como estaba a las
guerras y a los avances científicos que curan casi todo. Pero llegó como un cometa violento y apresurado, de elipsis
irregular, que envolvió la tierra. Su cabeza brillante nos empujó al
aislamiento, nos tapó la boca para el diálogo y como premio nos dejó la
brillantez de algunos dispositivos.
Oh, alegría! Pudimos hablarnos, escribirnos y hasta vernos las caras. Pagar cuentas, trabajar, saludar en fechas olvidadas, desesperarnos por el mal de un ser querido, ni hablar de su muerte. Era genial, no había que poner el cuerpo.
Estábamos más pendientes de ellos que de cualquier mascota.
Entonces aparecieron las noticias del
mundo entero; infinitas publicidades nos acercaban todo al hogar. Trocitos
de piezas musicales, de poemas, recetas de cocina; fotos de amigos y parientes de cuando teníamos
otras caras, otros kilos, otro cabello, otra sonrisa, y hasta otro compañero.
Supimos de casamientos y divorcios de ignotos personajes, y nunca estuvimos tan
cerca de las realezas del mundo. Imágenes e historias que duraban segundos
y desaparecían. Imposible volver a hallarlas a no ser que muchos, muchos,
las hubieran acompañado con el signo de la mano imperial pulgar hacia arriba, o aquel corazón rojo que no comprometía ningún
amor.
Al cabo del día la
cola del veloz cometa se deshace en polvo en la oscuridad. De cuanta
información creímos tener, no nos queda más que algún rostro querido grabado ya desde siempre en el alma.
Y en ese polvo deshecho en el cosmos, de pronto nos diluimos
también nosotros mismos, sin meta ni propósito, sin más deseo que volver a la
red buscando la ilusión de existir. Eso sí, siempre lo más rápido posible, con
la fugacidad de un cometa.