CRUZAR EL
RUBICÓN
Es nuestra última etapa consciente. Pueden quedar
otras dos: senilidad y decrepitud, pero son tan lastimosas que no voy a hablar
de ellas. Hoy está invitada la vejez a
secas.
A secas porque no se la conoce hasta que uno llega a
ella y empieza a vivirla con todos los
desconciertos, sobresaltos y súbitas impotencias que se sufren a cualquier
cambio de edad, solo que éste es el último; y salvo algún compañero de ruta,
todos la desconocen por completo. Es más, no preguntan porque prefieren seguir
desconociéndola.
Pero, la vejez no atañe sólo a quien la transita.
Todos los que la rodean quiéranlo o no, están involucrados en el proceso y muy
a menudo tan desconcertados ante ella, como ella ante las nuevas, apresuradas
formas de vivir.
Los viejos somos lentos. El mundo, cada vez más veloz.
Para ser respetados como seres pensantes e independientes tenemos que poder
correr al ritmo del mundo.
Sin embargo ayer, al salir de casa, llegando a la
avenida de doble vía, vi un hombre delgadísimo y tembloroso que apenas arrastraba
los pies en pasos increíblemente lentos, teniéndose erguido como una rama que
no se rinde al viento, mirando sólo a la vereda de su destino, acaso sin oír,
cruzando la avenida.
No sé cómo llegó a la mitad. Lo vi porque cientos de
bocinas y voces furibundas me obligaron a mirar y ya no pude dejar de hacerlo.
De pronto, una moto con dos hombres giró veloz y se
atravesó ante los coches y colectivos del lado contrario. Y allí se quedó,
obligando a todos a frenar.
¿Fueron dos, tres cambios de luces? No lo sé.
Una voluntad avanzaba con toda la concentración puesta en mantener su equilibrio, persistiendo en cada paso en su dignidad de hombre.
Por fin, un pie, luego el otro llegó a la otra orilla. La
moto retomó su rumbo. Algo como un gran suspiro surgió de los frenos de aire de
los colectivos; y seguro de llevar el profundo reconocimiento de lo humano en
el corazón, el mundo volvió a avanzar.