PENÉLOPE
Esperé, esperé, esperé casi mil años tejiendo destinos.
Llegó el momento, un camino de cambios rápidos que casi no pareció espera. De pronto
me encontré en una cueva cálida y oscura, seguramente próxima al mar porque oía
el sonido de olas pequeñas contra la playa como un acunar, y de tanto en tanto
una voz acariciante que podría ser la mía o una ola formándose. También, con
menos frecuencia, como si le costara crecer, una más grande de sonidos
profundos. Sobre todo, oía un tambor que dictaba el ritmo de mis miembros al nadar.
Y volví a esperar.
Al principio la cueva se agrandaba. Yo no veía ninguna
salida. De pronto, empezó a contraerse y expandirse al ritmo del tambor. Los
sonidos de las olas eran cada vez más fuertes y definidos aunque ya no podía
nadar empujada a una única
posición. Dejó de ser agradable. Era una
prisión que me ahogaba. Me rebelé, sin embargo reconozco que la cueva me ayudó.
Un rayo de luz. Un dolor terrible. Grité. También la cueva gritó. Ambas oímos:
−¡Es una niña!
Era la vida: con cada deseo, una espera. Con su
satisfacción, la aparición de una nueva espera. Escalones que en su continuidad
simulan una escala infinita. Un día amaneció un descanso, aunque con otra posición del alma. Llega la luz de invierno. Ahora espera volver nuevamente a
otros mil años corrigiendo los hilos del destino.
(235pbs.)