Elvira conduce
hacia las afueras de la ciudad, llevando a su madre que habla entre sollozos.
―No es justo, estoy bien, lúcida, por
fin trabajo en lo que amo, te tengo a ti y a mis nietos, y quieren sacarme todo porque cumplo setenta años… A Martha, mi
amiga, le han quitado hasta el habla. ¡Pobre!, como no tiene familia y ni
siquiera permiten visitas de amigos, no tiene con quien hablar, con quien
pensar.
Clotilde vuelve a llorar. Elvira no sabe
cómo consolarla,
―Por eso vamos a ver a las hilanderas.
Estoy segura de que ellas sabrán qué hacer. Hadas o brujas, siempre fueron tres las que tejieron o
hilaron a la hora de meditar y proyectar de las mujeres. Hay rumores serios de planes secretos, aunque
sin fecha. Pero todos estamos alerta. No te acerques mucho a ellas, y sobre
todo no las beses. Están muy enfermas.
Una vez que Elvira cuenta lo que ocurre,
acompañada por el llanto imparable de Clotilde, entre todas van desgranando
posibilidades. Sacar a Clotilde del país es difícil y caro. Los permisos
demoran mucho y la vida pasando las fronteras cuesta mucho dinero.
Lo mejor será llevarla a la región
subterránea UXD donde hay amigos que pueden refugiarla un tiempo, y donde los
drones no podrán seguirla. Hay que hacerlo ya. La misma Elvira debe llevar algún
pañuelo distinto y hasta un cambio de peinado que haga pensar en momentos hacia
actividades diferentes, y debe salir por otra sección subterránea. Su
marido y los niños la encontrarán luego
en algún paseo familiar, donde puedan ser vistos en su vida habitual.
―Falta poco ―dicen las tres al
unísono, ―todos lo sabrán.
Las hilanderas se apresuran.
El tiempo
aprieta. Delgadísimas, casi transparentes como las hadas de los cuentos,
también ellas van por calles
subterráneas al encuentro de quienes las apoyan para liberarse del tirano.
Éste se hace
llamar Tyranus Rex. Hace ya muchos
años, heredó un poder que considera un juego. Ignorante y necio, alguna vez oyó
un nombre parecido y sin saber a qué se refería, le sonó importante y
grandioso, digno de su persona. La seda natural es su debilidad, pero detesta
la seda industrial. Para uso personal,
que incluye desde su vestimenta a toda la ropa del palacio, Tyranus Rex exige la seda tejida y
teñida por estas tres mujeres; las últimas en el mundo conocido que saben
hacerlo.
Nadie, en
varias generaciones quiso aprender el oficio. Es una vida sin comodidades, en
ambientes húmedos y cerrados, con inmensos criaderos de gusanos, moreras para
alimentarlos y cortinas de murciélagos que cuelgan de los árboles y de los
techos para hacerse cada noche de su alimento. Expuestas al aire malsano, se
saben enfermas. Parte del plan consiste en usar su enfermedad como arma.
Desde que Tyranus Rex promulgó la ley de
Protección a la Vejez, la población vive entre el pánico y una viciosa
comodidad. Muchos lograron emigrar.
Otros, como Clotilde hoy, no pudieron;
otros aún, creyeron que les solucionaba
la vida.
La ley
impone que partir de la jubilación, inspectores gubernamentales hagan visitas
periódicas a los pensionados y tomen nota
de sus gastos, de sus gustos excesivos.
A los
setenta años exactos, una comisión especial les lleva una enorme torta de
cumpleaños, de la que deben comer al
menos dos o tres porciones. Cuando ya están
drogados y adormecidos, llega con
gran pompa una limusina que los traslada al Hogar de las Sombras. Desde ese
momento en adelante el Estado administra
su pensión. Techo, alimento, vestido, salud y hasta entretenimiento le serán
provistos sin que tengan que elegir. A
eso se le llama Homenaje en Vida.
En señaladas
ocasiones pueden recibir visitas de consanguineos. Jamás un amigo, un compañero
de trabajo, una vecina cariñosa. No hay, en el Hogar lecturas, celulares u
ordenadores personales; sólo una inmensa pantalla donde se proyectan dos horas
por día programas llamados “Hora de
descanso mental de nuestros abuelos”. Si algún recién llegado se aventura a
conversar con algún otro, se los persigue como en una cacería con ruidos muy violentos de bocinas y sirenas. Entonces,
escapan como liebres asustadas a la soledad de sus dormitorios.
En poco tiempo la población vio la trampa.
Varios hackers se hicieron inmensamente ricos entrando en la base de datos del
reino y cambiando las fechas de nacimiento y hasta las fotos de aquellos que
podían pagarlo. Pero eran soluciones individuales y momentáneas.
El plan de
las hilanderas es más ambicioso. Ante
todo, hicieron un sacrificio personal. Enfermaron de tuberculosis y tosieron
tanto sobre las piezas de seda que iban a palacio, que contagiaron a todo el
gobierno.
Los médicos
no llegan al diagnóstico correcto: creen erradicada la enfermedad hace cientos
de años y no la tienen en consideración. Pero ya uno de ellos viaja a un país
vecino en busca de ayuda y de medicación apropiada.
Se acerca el
cumpleaños de Tyranus Rex. Otra vez aparecerán los afiches con la foto
única de su asunción al poder.
Durante la
reunión en las calles subterráneas se
acuerda que un hacker de absoluta confianza
cambie las fechas del tirano, sumando años. Un enfermero se encargará de
tomar una foto actual del gobernante para que de manera automática se impriman
los afiches de cumpleaños.
El día
señalado la ciudad amanece con la imagen del dictador envejecido, pálido, sumido en almohadones de seda.
El pueblo
entero exige que se le lleve la torta del Homenaje en Vida. Casi no hay
discusiones. En su limusina de oro parte
a un Hogar de Sombras. Como no puede tenerse en pie, para que no caiga, se lo
sujeta en una silla de ruedas con
vendas de seda.
Los ancianos
recuperan sus afectos, su libertad y su voluntad.
Sin ruido,
las tres hilanderas se internan. Aunque aceptan la muerte, desean con fervor que las medicinas lleguen a
tiempo también para ellas.
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