Grueso, enorme, con una
respiración fatigosa que oía como a un animal resoplando a su lado; recostado en un sillón con una
manta escocesa sobre las piernas, miraba un engañoso otoño en su jardín. Aún sostenía
un grueso cigarro sin encender entre los labios. Le gustaba mascarlo, descargar
su rabia destrozándolo entre los dientes.
Por un instante le pareció ver entre el follaje amarillo-rojizo la silueta de quien se le
acercó una tarde a sus cuatro años, ofreciéndolo
todo: el talento y más, el genio, la vitalidad y la voluntad del toro; por tanto
un éxito que le permitiría hacer lo que quisiera, pero sobre todo una
voz portentosa y seductora que llevaría a sus oyentes el sentimiento exacto que quisiera transmitir. ¿Podía pedirse más? No lo sabía. Tenía cuatro años entonces.
Tampoco sabía que siempre hay que preguntar por el precio. Parecía un regalo.
Aceptó, por supuesto.
Todo era un juego: deslumbrarse ante su
propia percepción del mundo; reírse del asombro del mundo por su precocidad.
Imposible no sentirse superior. Pero ya
en su primera juventud despertó la ilusión de hacer algo importante para la
humanidad. Cuanto más grande era su
ilusión mayor era su avidez por la vida,
por bebérsela a grandes sorbos, tal como
según él, correspondía a un genio.
La radio lo acogió como al hijo dilecto, y él lució su voz
leyendo para los oyentes las grandes obras de todos los tiempos. Pero
también se daba cuenta de que creían a pie juntillas tanto las mentiras más simples de la publicidad, como las más engañosas de la política. Deseaba
pertenecer a la raza de los grandes creadores de conciencia. Quería
hacer de lo totalmente increíble algo absolutamente creíble para poner en
evidencia su tesis: no debes creer nada
de lo que oyes en la radio.
Un día dio con esa historia, por entonces novedosa, de alienígenas invadiendo la tierra. Disfrutó
leyéndola y creyó que la comprensión de sus intenciones sería inmediata.
El resultado fue devastador. Ataques de pánico, histeria,
suicidios, gente en las calles tratando de huir hacia quién sabe dónde. Nadie
se lo reprochó siquiera. Por el contrario, fue su éxito personal, aunque no el
de sus ilusiones. Sin embargo, en su
espina dorsal algo se densificó.
Pero le faltaba el amor. Envalentonado, convencido de que en realidad
nunca había precisado de la ayuda de ningún ser de éste u otros mundos, buscó a
la más bella y sensual entre sus pares. Nuevamente triunfó. Ahora los éxitos
eran sólo propios. La soberbia creció en la risa y en la mirada.
No, no quiere recordar, ni tiene por qué. Enciende la radio para distraerse,
quizá dormir.
El locutor anuncia el
programa de la tarde: Cuarenta años
atrás, un programa hecho por jóvenes, con jóvenes y para jóvenes.
Hace rodar el cigarro en su boca, queriendo burlarse del título presuntuoso.
Dejaremos a nuestros
oyentes dos preguntas antes del espacio publicitario, pero también les daremos
algunas pistas. Atención, hoy hablamos de una gran actriz de Hollywood que se encuentra gravemente enferma. Nació en 1918.
¿Cuál es el nombre
artístico de Margarita Carmen Cansino?
¿Cuál es su frase más
famosa?
A la vuelta, una
canción de su película emblemática.
¡¿Para qué encendió la radio?! No quiere recordar, no es
joven, no necesita ningún premio. Muerde el cigarro con tanta fuerza que lo parte
en dos. Furioso, escupe tabaco.
Quiere apagarla, pero tiembla y vuelve a
ver la siniestra figura del pasado en el jardín. Se aproxima sin pisar el pasto como una nube oscura, un cuerpo
de pasiones contrapuestas buscando su lugar.
En la
radio, Margarita canta : --Put the blame
on me, babe. Put the blame on me.
Cierra los ojos y un larguísimo guante de seda vuela seductoramente hacia él.
Grita lleno de dolor y de rabia. Por fin,
apaga la transmisión de un
manotazo. Ha sido burlado.
No llega a sollozar, la garra de la estafa se instala en su
pecho.
Ahora la figura del jardín parece haber atravesado la
ventana. Le habla.
--Perderla era el precio – dice.
Desaparece, y con ella el mundo entero.
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