Era Navidad.
Esa mañana avisaron que la dejarían en libertad.
Esperamos en silencio.
Esperamos en silencio.
Desde la
madrugada en que una bayoneta rasgó la puerta, nos acostumbramos a cuchichear
como las hormigas, y a que el silencio fuera una pesada niebla en nuestras vidas.
Después, oímos los partes de ignominia. Una voz avisó: «Devoto».
Nos sostuvo
el dolor de poder poner los labios sobre un rectángulo de piel enmarcado por
barrotes.
Otros, no
estaban.
Llegó enferma.
Llegó enferma.
La abrazamos
con la alegría ensangrentada como los nudillos del hermano que, borracho,
golpeaba la pared de la impotencia repitiendo: «¡Hay que sacarla!»
Ufff, escalofriantemente bueno. Te felicito, pone la carne de gallina. Muy logrado.
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